Quién nos hubiera dicho hace años que a golpe de internet pudiéramos recopilar, por ejemplo, toda la música que nos ha marcado en diferentes momentos de nuestra vida. Como esa canción que sonaba en el bus de la excursión del Instituto mientras mirabas a la chica que te gustaba o que resumía una experiencia playera en un verano único que nunca se repetirá, porque en ese momento todo era mágico e ideal.
Pues igual podemos hacer en el mundo del vino. Aún recuerdo los inicios intensos a finales de los 90 con algunos locos que íbamos imbuyéndonos en esta apasionante afición, que incluso estos días he recordado con mi buen amigo José Sánchez-Barba, gran enólogo y mejor persona, con el que nos hemos prometido hacer algo parecido ahora, 20 años más tarde.
Aunque, desgraciadamente, no se bebe el vino que se debiera -siempre en compañía, con moderación y acompañando a la excelsa gastronomía patria-, esta bebida milenaria está en algunos de los momentos más importantes de nuestro devenir existencial, ya sea en la primera cena romántica con nuestra pareja, en un trato o en una negociación comercial, en una boda o en un encuentro con amigos. Sin ir más lejos, hace unos meses, con mis compañeros de curso de Marketing y Compraventa Internacional, destacamos un Bosque de Matasnos de Ribera del Duero de todo lo que libamos en una jornada intensa de cata y de amistad.
Pero por poco que recordemos vendrán a nuestra memoria vinos que nos han marcado, como algún Enrique Mendoza de los primeros u otros muchos de numerosas zonas de producción de nuestro país y, en especial, de nuestras denominaciones de origen más cercanas. Empezaba a ponerse de moda el vino y los suplementos dominicales iban dedicando cada vez más espacio y grupos de amigos aprovechaban de los viajes de alguno de sus componentes para poder compartir vinos que empezaban a ser “rompedores”.
Es más, incluso los que tenemos posibilidades de guarda de vino -en mi caso tengo una modesta cueva en el subsuelo de mi casa-, mimamos con celo algunas de estos vinos que nos han marcado, incluso después de habérnoslos bebido. Es el caso de algunas botellas que aún guardo vacías -un Vinum Vitae de Dionisos; un Cánfora…-, indultadas, como si de un toro noble y bravo que se hubiera ganado la posibilidad de retozar con las vacas bravas como Semental en lo que le reste de vida, por muy difícil que se dé esta condición.
Y no olvidemos que nuestra memoria es muy selectiva. Como suele decirse es como un gran magnetofón el que todas nuestras vivencias quedan registradas y que afloran incluso cuando nosotros no queremos que lo hagan, porque a veces duelen algunos recuerdos y porque podemos corremos el excesivo riesgo de quedarnos acurrucados en el pasado.
Por lo anterior, aún recuerdo veladas increíbles con amigos, con vinos magníficos y con un clima que no puede crearse con ningún otro tipo de bebida. Y perdónenme aquellos que optan por los “gin-tonics”, porque no aguanto bien los licores destilados blancos, dado que para mí siempre es mejor las bebidas naturales fermentadas y hago cuenta que con cada trago de vino digiero fruta, historia y vida.
Cierren los ojos y piensen en algunos de estos vinos. En esos tragos que nos ayudaron a abrir la caja del anillo, a romper el hielo, a acoger a un amigo ofreciéndole lo mejor o a sellar acuerdos y acontecimientos que marcaron nuestras vidas. O simplemente encuentros fortuitos con amigos en los que el vino ha estado presente para recordarnos que “la bebida más higiénica de todas las posibles” que diría Pasteur lleva siendo parte de nuestra cultura desde hace milenios.
Piensen en todo lo que nos da el vino, dado que nos permite ser infieles a las marcas y probar marcas de numerosas zonas de España y del mundo, encerrando en cada sorbo una tradición milenaria, un terruño y una forma de entender la vida. En definitiva, estoy convencido de que cada uno de nosotros guardamos en algún lugar de nuestra memoria el vino de nuestra vida…