El noroeste de la provincia de Cádiz atesora la denominación de origen más meridional de toda Europa. Sus límites geográficos inamovibles son el río Guadalete, el río Guadalquivir y el océano Atlántico y en ese triángulo mágico se enmarcan los tres núcleos urbanos que han dado fama mundial a sus vinos: Jerez de la Frontera, El Puerto de Santa María y Sanlúcar de Barrameda.
Se trata de una región con un índice pluviométrico elevado pero muy irregular, con períodos de lluvia cortos pero intensos seguidos de amplísimos periodos de sequía. La cercanía del Atlántico garantiza un aporte húmedo ambiental sobre todo nocturno, así como unas temperaturas suaves. Estas características meteorológicas derivan en un escaso desarrollo de las cepas, las cuales escasamente superan el medio metro de altura. Pero, como se suele decir, las vides requieren un poco de adversidad para reafirmar toda su personalidad.
Griegos, cartagineses, romanos e incluso los abstemios musulmanes, éstos últimos con el pretexto más o menos justificable de la elaboración de ungüentos y la producción de pasas, han perpetuado el cultivo de la vid en esas tierras, mayoritariamente de la variedad Palomino, aunque sin desdeñar otras variedades como la Pedro Ximénez y la Moscatel.
Una historia de piratas
Hacia el siglo XVI, en plena globalización del comercio entre oriente y occidente, en los opulentos años en que Sevilla y su Casa de Contratación eran el epicentro de las transacciones comerciales del planeta, los vinos de Jerez ocupaban un lugar destacado en cada galeón que se disponía a partir, pues se reservaba la tercera parte del volumen de carga para uso exclusivo de los bodegueros jerezanos, cuyo vino servía como lastre en el viaje de ida al mismo tiempo que era consumido por los navegantes durante la travesía. El vino sobrante (si es que lo había) una vez llegado a destino, también era vendido. Esta práctica tardó poco en ser descubierta por los corsarios y piratas mercenarios al servicio de Inglaterra, cuyos ataques a las flotas mercantes españolas en el Atlántico se extendieron también a la costa gaditana, con asedios y saqueos que en ocasiones dieron sus frutos en forma de barricas de vino.
Así es cómo se popularizó en Inglaterra el consumo del vino de Jerez, especialmente en la corte y entre las familias más adineradas e influyentes. En los siglos XVII y XVIII se produjo el asentamiento en la zona de industriales y comerciantes ingleses, quienes iniciaron la producción de vinos más fuertes y oscuros, más acordes a los gustos de sus clientes ingleses y holandeses, lo cual devino en conflictos con los productores locales, tradicionalmente inclinados a la venta de vinos pálidos y casi sin crianza, los cuales requerían la adición de alcohol para poder soportar las largas travesías marítimas, práctica conocida como fortificación o encabezado. La tendencia a almacenar prolongadamente vinos de diferentes cosechas y la necesidad de abastecer al mercado con una calidad constante dio lugar al sistema típico jerezano de criaderas y solera. La prolongación del tiempo de mantenimiento del vino en las barricas (botas, en argot jerezano) obligó a que la práctica del encabezado dejara de ser un medio de estabilización de los vinos más frágiles para convertirse en una técnica enológica.
La elaboración: el triunfo de la paciencia
A primeros de septiembre, cuando la uva «se rinde», se inicia la vendimia, casi siempre manual, pues el escaso desarrollo de las vides dificulta la vendimia mecanizada. De la primera parte del prensado se obtiene el mosto de «primera yema» destinado a obtener vinos dirigidos a crianza biológica (finos). aplicando una presión mayor se obtiene el mosto de «segunda yema» con más cuerpo, procedente de las partes sólidas de la uva, para la producción de vinos con vocación hacia el envejecimiento oxidativo (olorosos).
A finales de otoño el denominado «vino base» debe desliarse, separarse el vino claro de las lías formadas en el fondo del depósito de fermentación. En este momento empieza a evidenciarse el elemento natural más extraordinario: el desarrollo de la flor del vino, algo así como una espuma resultado de la actividad de las levaduras autóctonas jerezanas que termina cubriendo la totalidad de la superficie y minimiza la oxidación del vino al impedir su contacto con el aire. Para ello se requieren unas condiciones concretas de humedad, temperatura y aireación (de ahí la importancia del diseño y la ubicación de las bodegas) así como una concentración alcohólica concreta.
A finales de diciembre los vinos base están listos. Tras su clasificación por los catadores se pasa a realizar el encabezado, técnica consistente en añadir alcohol, práctica que en la antigüedad se realizaba para proteger los vinos durante sus travesías marítimas y que hoy en día supone la principal seña de identidad de los vinos de Jerez. El encabezado (o «fortificado») consiste en adicionar alcohol hasta obtener 15, 5º en aquellos vinos destinados a convertirse en finos (o manzanillas, en Sanlúcar) mediante crianza biológica, o bien hasta 17º en aquellos clasificados para su envejecimiento como olorosos mediante crianza oxidativa. El alcohol es el alimento de las levaduras, pero en su justa medida. Si nos quedamos cortos, la levadura muere y desaparece el velo de flor. Si nos pasamos… también, y el vino comenzará a oxidarse y perderá su color pajizo original. Las barricas o botas que se emplean son de roble americano, de diversos tamaños según el uso que se les vaya a dar, con una edad que oscila entre los 50 y los 80 años. Su llenado se realiza dejando espacio libre, para que el vino «respire», una cámara de aire aproximadamente de «dos puños» con la barrica en posición horizontal y por el mismo motivo se dejan sin colocar los tapones: el aire y las levaduras deben campar a sus anchas, tanto en las bodegas como en el interior de las barricas.
El periodo de envejecimiento debe extenderse al menos durante 3 años, pero en Jerez no suele realizarse de un modo estático, sino que se emplea un método dinámico conocido como «criaderas y solera», aconsejable para la crianza oxidativa de los olorosos, pero absolutamente imprescindible para la crianza biológica bajo velo de flor de los finos y manzanillas. El sistema de criaderas y solera es un complejo programa de trasiegos de unas botas a otras, es la auténtica receta artesanal de cada bodega, requiere tiempo y muchos cuidados, y logra homogeneizar unas añadas con otras, permitiendo mantener constantes las características del producto final temporada tras temporada. El vino que se va a embotellar procede siempre de las botas de solera. El volumen que se deja libre en cada bota tras la extracción («saca», en el argot) se repone con vino procedente de las botas de la 1ª criadera y éste a su vez se repone con el de la 2ª criadera, y así sucesivamente. Pero la dificultad reside en que además se mezcla vino de un año con el de otro y además debe irse añadiendo alcohol si se desea mantener la flor… Un enorme quebradero de cabeza, una labor gigantesca que queda en las manos de cada productor, pero que a su vez supone la personalidad de cada bodega.
Ese es el momento del artista, a golpe de catavinos y venencia (así es como se llama el extraño utensilio que se emplea para la toma de muestras de las botas) el enólogo decide cuánto alcohol, cuánto vino, de qué criadera, en qué proporción… se añade aquí o allá, con el fin último de obtener un fino o un oloroso de quitarse el sombrero… jerezano, por supuesto…