Es un sello muy nuestro muy de España. Aquello de menospreciar nuestro talento y nuestros productos, venderlo todo a precio de saldo. Los extranjeros se quedan con todo lo mejor y nosotros con la sobras. Pasa con las frutas, las verduras, el aceite y por supuesto, el vino.
Constantemente se leen noticias sobre las cifras de exportación del vino, los porcentajes tan altos que destinan al exterior y como los esfuerzos para una campaña internacional es más importante que una nacional. No es de extrañar pues si el 65%-80% de la producción se destina fuera, trabajar para mercado minoritario resulta menos atrayente y menos rentable. Pocas son las bodegas que tratan al mercado interno como al externo.
Con semejante disparidad, la unión del sector para mejorar las cifras de consumo y ventas nacionales resultan casi inexistente y aunque hay esfuerzos de unión, siempre hay quienes van a su aire apostando por la fórmula clásica (ambigua y obsoleta en el mercado nacional de hoy en día).
La creación de nuevas y jóvenes bodegas es constante. La oferta es cada vez más amplia y diversa, los esfuerzos de estas pequeñas empresas suele ser (tarde o temprano) total para un mercado en potencia tan rico, variado y exigente. Nuestra geografía al completo es un viñedo gigantesco por descubrir, aún mayormente desconocido y que al consumidor final (tanto joven como no tan joven), ávidos de conocimiento, le encantará conocer. Todo un mundo lleno de emociones y experiencias sensoriales a su disponibilidad.
¿Por qué entonces nos empeñamos en menospreciar tanto nuestro talento y savoir faire? ¿Por qué esa unión que nos caracteriza frente a otros hechos como accidente o tragedias desaparece cuando se trata de vendernos y valorarnos como conjunto, como pueblo? ¿Por qué no sabemos mirar hacia el futuro y sólo nos fijamos en la ganancia cortoplacista? No miramos pues que ganar un poco menos hoy es ganar un mucho más mañana.
Esta es nuestra perdición. Querer venderlo todo, tener la ganancia hoy pero no pensamos en la marca y la señal que dejaremos en el futuro ni en la de hoy.
Vender fuera puede aportar ventas y conocimiento externo pero ¿de qué te sirve eso si en tu país nadie te conoce? ¿Donde quedo aquello de “ser profeta en tu tierra”? ¿Dónde está el orgullo patriota? Y no hablo de política (eso a mí me importa un bledo), hablo de reconocer nuestro propio mérito al tener los mejores científicos (siempre renegados a la oscuridad y al anonimato), la mejor dieta (rica y variada, la mediterránea), el mejor (o uno de los mejores) vinos del mundo, una de las mejores industrias, las mejores universidades, grandes y reconocidos escritores y poetas, un lenguaje rico en matices, una historia rica y milenaria que damos por sentada, grandes trabajadores y profesionales etc. ¿En qué lugar queda el amor propio?
Qué poquito nos queremos y qué caro lo vamos a pagar.
Mientras sigamos cada uno a su aire, pendiente de nuestro propio interés y el beneficio a corto plazo, el consumo del vino seguirá cayendo cada vez más y tal vez cuando queramos rescatarlo pueda ser ardua tarea (pudiendo llegando a ser una utopía).
Pero la solución está en pensar en el cliente, hablar su idioma, saber introducirle y guiarle. Todos juntos, por un mismo objetivo y en el mismo camino.
Si no, puede que hoy seamos millonarios pero… ¿y mañana?¿Qué haremos si no hay clientes? ¿Venderlo fuera? ¿O como la actual crisis, todos los jóvenes (ahora) con talento migrando para poder ejercer nuestra (su) profesión?
El futuro es hoy…